Hace
unos años conocí a una mujer que nunca olvidaré. Ana era pequeñita, morena y
muy risueña. En un primer momento, lo que más me llamó la atención fueron sus
ojos negros y su amplia sonrisa. Toda ella desprendía ilusión y entusiasmo.
Ana
tenía una capacidad ilimitada para disfrutar de las pequeñas cosas. Le
encantaba cocinar y bordar. Trabajaba en una biblioteca. Siempre decía que los
libros eran como baúles que, al abrirlos, entregaban al lector sus tesoros. Yo
admiraba su capacidad para ser feliz y le decía lo contagiosa que era su
felicidad. Ella reía, quitándole importancia.
Un
día le pregunté si tenía hijos. Me contestó: “He tenido tres. Ahora tengo uno,
una chica preciosa”. Le pregunté por los otros dos y me explicó su historia. Su
primera hija murió a los dos años de un tumor cerebral. Después tuvo dos hijos
más, un niño y una niña. Cuando el chico tenía dieciséis años, enfermó de
cáncer de estómago y, al cabo de un año y medio, falleció. Desde la muerte de
su hijo habían pasado tres años.
Su
historia me afectó mucho. Ella se dejó abrazar y, de nuevo, sonrió. ¿De dónde
sacaba las fuerzas, no ya para seguir viviendo sino para disfrutar de la vida
tal como hacía?
Y
así me contestó:
“Cuando
murió mi hija, aprendí que la vida puede finalizar en cualquier momento. Su
muerte me enseñó a disfrutar el presente. Cuando murió mi hijo, aprendí a dar
las gracias por lo diecisiete años que compartimos con él. Ahora me siento
afortunada: en vez de quejarme por lo que ya no tengo, sé disfrutar de lo que
tengo y, además, no hay día que no dé las gracias por ello. Dime entonces ¡como
no voy a se r feliz!”.
Ana me enseñó que
el lado bueno de la vida siempre está ahí, como el baúl de los tesoros que
espera que lo abramos. Además
de su vitalidad, me regaló dos llaves preciosas: disfrutar plenamente en el
presente y sentirme agradecida por lo que tengo. (Marta Schoröder)
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